Las
civilizaciones sedentarias, aquellas que en su momento decidieron establecerse
permanentemente en algún lugar, se vieron obligadas a construir muros. Los
excavadores han encontrado entre los escombros muros de todo género, a cual más
portentoso, algunos con más de 4000 años de antigüedad. En el Asia Central
encontraron muros construidos de paja mezclada con excrementos de camellos, los celtíberos los levantaban apilando piedras y en México y Perú los construyeron con grandes bloques tallados en piedra. Todo ello obedecía a
la necesidad de modificar la Naturaleza cambiando el nivel del suelo o ampliando
territorios, parando a sus enemigos o amansando ríos.
Además
de los muros físicos, la raza humana también ha creado muros invisibles,
barreras que le han permitido aprisionar culturas o repeler agresiones
filosóficas extrañas. Estoy hablando de las tradiciones identitarias de los
diversos asentamientos humanos que han poblado el Planeta, de sus costumbres,
idiomas, cánticos, religión y creencias. Todas ellas constituyen barreras que
separan y engloban, según sea la fuerza y argumentos de cada uno.
A
través de la Historia, los herederos de esos muros invisibles se han comportado de muy diversas maneras
hacia sus vecinos. Algunos los ignoran al estilo indio y otros defienden su
cultura a cualquier precio, como el pueblo judío. Los romanos se han apropiaron
de la cultura griega sin cambiarla, para luego abarcar el mundo conocido
mediante conquistas “civilizadoras”. Existen pueblos que llevaron sus muros invisibles
más allá del horizonte, esclavizando física y espiritualmente a otros pueblos,
como hicieron España y Portugal en América.
El
ejemplo más sobresaliente lo constituye una cultura que 70 años atrás pretendió
arrasar Europa para imponer sus creencias. Estamos hablando del Tercer Reich,
cuyas hordas destruyeron muros defensivos, bombardearon pueblos y ciudades, destruyeron
y conquistaron naciones aterrorizadas, pero los muros invisibles de los
vencidos permanecieron a pesar de veintitantos millones de muertos.
Cataluña
es otro ejemplo vivo de la barbarie que continúa. Tras arrasar sus campos y
ciudades a sangre y fuego en Septiembre de 1714, las tropas conjuntas de
Francia y Castilla tomaron Barcelona. De la otrora primera democracia europea
solo quedaron en pié algunos restos de sus murallas defensivas y una docena de
casas en el barrio del Born, que luego fueron arrasadas para dar paso al
monumento de la Ciudadella, erigido en honor de los vencedores.
Franceses
y castellanos se apropiaron de Cataluña, eliminaron sus instituciones
políticas, instituyeron el terror, impusieron sus leyes
feudales y siguieron bombardeando Barcelona de tanto en tanto para ratificar su
dominio. Los últimos bombardeos masivos contra Cataluña tuvieron lugar en 1937 y 38, encargados por Franco a la aviación de Mussilini.
Por otra parte, las sucesivas migraciones masivas de andaluces, aragoneses y extremeños llegados a Cataluña en busca de trabajo en los siglo XIX y XX, se asimilaron y engendraron más catalanes que, hastiados por el asedio español, se han sumado al grito de independencia y formado parte de la cadena humana que este año unió Francia con Valencia, 1,6 millones de ciudadanos a los largo de 400+ kilómetros de tierras catalanas.
Bien
sabemos de las vicisitudes que enfrentaremos en la lucha que hemos emprendido y estamos conscientes de las barreras que tropezaremos, pero cualquier precio es poco si
con ello dejamos de ser vasallos del Reino de España.
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