A la vista de los atentados de París, así como la crueldad criminal desplegada contra personas indefensas, cualquiera pensaría que estamos a merced del Islam cuya verdadera esencia pocos conocen. Los expertos en islamismo que han hablado en los programas de opinión (los que he tenido la oportunidad de escuchar) aseguran que el ataque yihadista contra Occidente apenas ha comenzado. Sus previsiones son alarmantes y las recetas preventivas más bien pobres. O sea, que estamos a merced de los seguidores del Corán,
No me referiré en esta columna a los temas tan manidos de este asunto, como la imposible integración musulmana a Occidente, sus prácticas bárbaras contra la mujer o el peligro de los estudios sistemáticos del Corán y sus directrices para eliminar infieles. Solamente aportaré una estrategia que podría ayudar en la lucha contra el terrorismo islámico.
Desde el siglo pasado la triquinosis ha sido erradicada de los cerdos, pero el Corán es inflexible en su prohibición bajo pena de no poder ingresar al Paraíso musulmán, un mundo espiritual pleno de placeres para el paladar y de jóvenes y hermosas vírgenes dispuestas a abrir las piernas ante cualquier hombre.
No explican por qué el Ejército Islámico, ese que degüella y fusila prisioneros por millares, está dirigido por jefes religiosos. Evitó referirse a los que detentando el título de "imam", gritan órdenes incendiarias en las mezquitas y los mineretes para que exterminen los infieles.
El perfil psiquiátrico de estos asesinos responde básicamente al fanatismo musulmán: gente criada en la memorización irracional del Corán como ley única y suprema, unido a la aspiración de ganarse el Cielo. Según el Corán, ese Cielo podrán alcanzarlo llevando una vida virtuosa a la manera del Islam o asesinando unos cuantos cristianos y judíos en los ratos libres.
Contra más infieles asesinen (no musulmanes), más pasteles de miel comerán y más virgencitas podrán desvirgar en el Cielo prometido.
Sobre todos éstos y muchos otros pecados, existe uno imperdonable, super-gravísimo, que condena a cualquier musulmán al Infierno sin posibilidad alguna de redención: comer o tocar carne de cerdo.
El delito tipificado en el cerdo es aún más grave que asesinar cincuenta o cien niños en una escuela, más degradante que acuchillar a un anciano dormido en su cama. Hasta tocar accidentalmente la carne de cerdo es pecado fulminante.
Ni siquiera pueden olerlo porque su alma quedaría contaminada para siempre. Por lo visto, antes que tocar un cerdo es preferible cometer la cobardía de rematar un herido en el suelo, degollar un prisionero indefenso o ametrallar doscientas mujeres con sus niños en brazos en la mezquita del pueblo vecino. Esos actos no son calificados de pecado por el Islam.
Los terroristas más sanguinarios podrían ser envueltos en pieles de cerdos y garantizar que sus cadáveres estuviesen envueltos en el pecado. En ciertos casos emblemáticos aprovechar la autopsia para rellenarlo con vísceras de cerdo. De esta manera los terroristas muertos en Europa quedarían unidos a un cerdo por toda la eternidad. Privados por este método del Cielo, ya no podrían atragantarse con pasteles y disfrutar de vírgenes celestiales por los siglos de los siglos. Ante tal castigo afirmo que
Los terroristas dejarían de actuar con tanta decisión
si supieran que al morir matando en Europa
irían al Infierno envueltos en carne de cerdo.
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